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    Crítica | La ciudad de las estrellas

    La La Land

    Song of myself

    crítica ★★★★★ de La ciudad de las estrellas (La La Land, Damien Chazelle, Estados Unidos, 2016).

    En un local, un grupo de personas presta atención a las fanfarronadas de un exitoso empresario, todos los asistentes, a excepción de una abstraída joven, parecen emocionados con los logros del interlocutor. De repente, esa mujer escucha una melodía en los altavoces del restaurante, una pieza de piano que activa en su mente un recuerdo inquebrantable del que no puede escapar, los sentimientos se vuelven tan fuertes que maquinalmente se levanta y pronuncia un “lo siento” con el ímpetu de un “hasta nunca”. De inmediato sale corriendo entre la multitud de parroquianos que la miran perplejos sin pudor. Se tambalea, duda, busca un asidero inexistente y no encuentra más amparo que la propia música, pero ésta es suficiente para devolverle la determinación pues, intensificando dramáticamente su volumen y modulación, propicia la salida triunfal perfecta. Fuera está nevando, pero recordamos que es primavera y el suelo no es blanco sino carmín, nievan pétalos de rosa que caen mágicamente del cielo como notas musicales, construyendo una alfombra aterciopelada que marca el camino de nuestra oprimida rebelde sin causa, desde la claustrofóbica esclavitud hacia la libertad. Damien Chazelle contextualiza así, con una deliberada teatralización hiperbólica del montaje, el primer encuentro pasional entre la pareja protagonista de su última película, La ciudad de las estrellas (La La Land), haciendo que la secuencia y, en concreto, la melodía, actúe como el medio de su propio mensaje. El director captura el acontecimiento romántico por antonomasia: el proceso de enamoramiento, como una metáfora de la disociación perceptiva producida por la idealización de lo mundano y la abstracción con la realidad tangible. De este modo lleva a Mia y a Sebastian a la representación alegórica de las estrellas como forma de exponer de forma gráfica la idea de “estar en las nubes”.














    En todo musical existe una canción, dentro de lo que se intuye un vasto repertorio, que destaca por su importancia. Esta composición vendrá reforzada por un momento de aparición determinante dentro del avance narrativo, una técnica de edición que la recorta y la deja perfectamente enmarcada en una escena primordial como protagonista indiscutible de la acción, como ocurrió con la inolvidable Wandering Star que Lee Marvin interpretó con trágica resignación en el western de Joshua Logan, La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint Your Wagon, 1969). En la cinta que nos ocupa, esta canción se presenta como prólogo y epílogo del metraje, definiendo así su función como motor y catalizador del argumento, puesto que cualquier aparición de esa cadencia sonora entre ambos, responderá a un cometido específico que coincidirá con la propia evolución introspectiva de los protagonistas. Dos personajes que representan de forma coreográfica lo que el guion se esfuerza en subrayar de manera constante: la importancia de los sueños. La ingenua obviedad del mensaje es sólo una distracción con la que captar la atención de un espectador que pronto se verá transportado a un mundo mágico, donde la música es sólo una pieza diminuta de una compleja obra naif de considerable sugestión romántica, para cuyo disfrute no es necesario ser un completo idealista quijotesco, puesto que con tan sólo un ápice de pasión escondido en tu interior, el filme será capaz de hacerlo salir a flote y multiplicarlo de forma exponencial utilizando para ello uno de los recursos menos aprovechados en la posmodernidad: la poética añoranza del recuerdo.


    «El realizador no sólo expone el afligido llanto por la pérdida de los valores clásicos, sino que también, y por primera vez, construye una elocuente justificación dentro del contexto de la música y los mismos principios de conservación de la pureza: la evolución». 


    ¿Puede existir una imagen tan melancólica y trágica como la ofrecida por un cine que, exhausto de luchar contra el progreso, se rinde al avance de la era digital y cierra sus puertas? Ese cine en el que una vez tuvimos nuestra primera experiencia cinéfila, escenario fascinante de asimilación perceptiva, o lugar idílico que nos dio el coraje para coger de la mano a nuestra primera pareja, con torpedad, tratando de recrear los mecanismos de seducción que previamente habíamos visto en esa misma sala. El cierre de un cine supone la dolorosa culminación de una etapa de nuestra vida, un local que dejamos de visitar hace largo tiempo, pero por el que nos gustaba pasear y recordar aquella ocasión iniciática, disfrutar de su evocadora estampa, volver a sentir la magia rejuvenecedora de su vetusta fachada por un segundo, sin detenerse demasiado porque, por supuesto, llegamos tarde. Siempre tenemos prisa y, como el conejo blanco, vamos tarde a una cita demasiado importante. Sí, aquel lugar inolvidable ha cerrado, y nos quejamos amargamente como si nos hubieran quitado sin permiso un trozo de nuestra existencia. Mas, ¿qué hemos hecho para evitarlo? Ya no disfrutamos del cine, ahora lo devoramos con ansiedad y, por supuesto, de manera gratuita, en solitario, sentados en una incómoda silla frente a un ordenador. Poco queda de la magia, la ilusión, las esperas… ahora todo es fría diligencia y, en este mundo de frenético consumismo, no hay lugar para el romanticismo. Nosotros somos los culpables de ese cierre y, aun así, no hay que sentirse avergonzados, simplemente disfrutar de la nostálgica felicidad de su recuerdo. El realizador no sólo expone el afligido llanto por la pérdida de los valores clásicos, sino que también, y por primera vez, construye una elocuente justificación dentro del contexto de la música y los mismos principios de conservación de la pureza: la evolución.

    La La Land

    «La importancia de los movimientos de cámara se hace vital a lo largo de toda la cinta, pues responderá a una estudiada planificación que, junto a las coreografías, funcionará como un reloj, en especial cuando se unan a la sutileza de la imagen al frenesí de los discordantes montajes diurnos, mucho más enérgicos e impetuosos». 


    La película aborda dos universos de representación paralelos, cada uno de ellos protagonizado por uno de los miembros de esa pareja protagonista. Dos perspectivas que avanzan independientes en el prólogo, y que se vincularán definitivamente en la escena descrita con anterioridad. El primero de esos espacios de actuación es la propia cinematografía, Chazelle utiliza el microcosmos de los estudios Warner Bros para ejemplificar a una ciudad entera, la ciudad de las estrellas, donde la competencia interpretativa es tal que siempre hay una versión más atractiva, más inteligente o más preparada de nosotros mismos para cualquier papel. Pese a ello, el guion mostrará a Mia, la camarera de esa metrópoli prefabricada y aspirante a actriz, desde la perspectiva más optimista de la desilusión, gracias al envidiable clima de Los Ángeles que nos permite ver una urbe que vive constantemente en un ciclo estival, un recurso visual y casi contradictorio que contrastará con la aparición episódica de rótulos indicadores del período estacional en el que nos encontramos; partiendo de un invierno lleno de colores, faldas cortas y descapotables. Por otro lado surge el universo musical, personalizado en la irascible y frustrada figura de Sebastian (protagonizado por un notable Ryan Gosling), un músico apasionado que se ve condenado a la repetición de villancicos en un restaurante demasiado exquisito como para poner una grabación ordinaria. Aquí se aprecia la maestría del director, al pasar de una toma general del músico a un plano detalle de sus manos cuando éstas, con actitud sediciosa, toman el control de su cuerpo sobre su consciencia y comienzan a dejar que la verdadera armonía fluya a través de ellas. La importancia de estos movimientos de cámara se hace vital a lo largo de toda la cinta, pues responderá a una estudiada planificación que, junto a las coreografías, funcionará como un reloj, en especial cuando se unan a la sutileza de la imagen, que actuará asimismo como moduladora del tempo de cada canción, pasando de la apacible calma de las reflexivas escenas nocturnas, al frenesí de los discordantes montajes diurnos, mucho más enérgicos e impetuosos. En una secuencia puntual, Sebastian discute con su colega, Keith, acerca de esta decadencia del tradicionalismo y la pureza; “Monk, Parker, ellos no inventaron el Jazz, sino que lo revolucionaron a golpe de innovación”, decía el personaje interpretado por John Legend para tratar de explicar la profanación de los ritmos clásicos con sintetizadores digitales.

    La La Land

    «Chazelle consigue crear, como una vez hiciera Walt Whitman, una quimera a la medida del espectador, y por eso la respuesta de éste será unánime (o casi): fascinación, puesto que La La Land, en la ingenua ambigüedad de su lirismo, es capaz de proporcionar una lectura y un final diferentes para cada individuo».


    La La Land es precisamente una prueba fehaciente de que todavía pueden existir ilusión y magia en la música moderna, el cine contemporáneo, o en cualquier disciplina artística que se vea sometida a los estragos del progreso; siempre que se utilice con criterio el modelo de inspiración añejo, alterando su estructura central para hacer un producto más accesible al consumidor y a los tiempos actuales. Así encontramos escenas que serían completamente inexplicables en el tradicionalismo clásico; ningún guion aceptaría un cambio de zapatos tan descarado como el que hace Emma Stone para el número de claqué, excepto ese contexto contemporáneo y frecuente en el que las chicas llevan unos zapatos planos en sus bolsos para afrontar el camino de vuelta, tras una larga noche subidas a unos tacones insufribles. Entonces llegaremos al punto donde la consecución de ese sueño —premisa inicial y excusa fundamental para disculpar la condición de comedia musical—, ya no resulte tan importante, y los fracasos del camino no sean tan dolorosos, pues seguiremos sin poder borrar esa obstinada sonrisa de nuestra cara. El director presenta al amor —un concepto platónico de amor verdadero, por supuesto—, como la auténtica consecución de nuestra utopía. El romanticismo es lo que nos permite crear la comedia de nuestra vida, y la canción es el vehículo transmisor del hecho fílmico, recordatorio de lo que queremos ser y lo que queremos evitar. Pero también esto será pasajero y, como todo concepto platónico, cederá a la mediocridad cuando la idealización dé paso a la materialización. Lo clásico va muriendo y tenemos que asumir que su desaparición es necesaria para que emerjan nuevas formas de expresión, tanto si nos gustan como si no, es parte de ese próspero desarrollo que se muestra como el verdadero propósito argumental del filme, todo lo que va quedando atrás, tendrá su sitio en nuestro recuerdo o, con suerte, quedará como pieza de museo. El sueño se acaba rompiendo cuando falta el amor, la pasión o el entendimiento. Y la ruptura de ese ideal puede reflejarse en el fracaso: la tristeza que resulta de un teatro vacío, o en el éxito: una sala de conciertos llena de gente a la espera de ver cómo destrozas aquello que amas: la música, todo dependerá de la firmeza de nuestras convicciones.

    Pese a ello, el cineasta perfila de optimismo “allegro” el triste derrotismo de una película que no sólo se preocupa en señalar problemas, sino que también nos ofrece las soluciones que necesitamos. Un remedio mitigador que llegará gracias a esa canción omnipresente, en un mágico epílogo personalizable, pues nos brindará la oportunidad única de reconstruir nuestro pasado y forjar nuestra propia entelequia bajo la premisa de la experiencia vivida y de los errores cometidos. Entendemos ahora el histrionismo manifiesto de ciertas escenas, ya que en los exagerados ademanes hallamos la excusa perfecta para plantear la posibilidad de difusas interpretaciones con respecto a la intencionalidad onírica o metaficcional del texto, y la esperanza de construir un sueño adaptado a nuestros deseos e ilusiones; ¿o acaso no deseamos todos en el desenlace estar ante la actuación de una actriz, y no ante la representación de la realidad? Chazelle consigue crear, como una vez hiciera Walt Whitman, una quimera a la medida del espectador, y por eso la respuesta de éste será unánime (o casi): fascinación, puesto que La La Land, en la ingenua ambigüedad de su lirismo, es capaz de proporcionar una lectura y un final diferentes para cada individuo. Entonces llega la culminación de ese gran truco por medio de un paralelismo retórico: la equivalencia entre Hollywood y sueño, escenarios de exclusiva repercusión simbólica sobre nuestras fantasías más codiciadas. Lugares que nos permiten evadirnos, con sendos mecanismos de edificación diferentes, a un rincón de nuestra mente para recordar, en la soledad de nuestra memoria, ese mágico escenario que nunca tuvimos o que una vez perdimos. | ★★★★★ |


    Alberto Sáez Villarino
    © Revista EAM / Dublín


    Ficha técnica
    Estados Unidos, 2016. Título original: La La Land. Director: Damien Chazelle. Guion: Damien Chazelle. Duración: 127 minutos. Fotografía: Linus Sandgren. Música: Justin Hurwitz. Productora: Summit Entertainment / Gilbert Films / Impostor Pictures / Marc Platt Productions. Edición: Tom Cross. Diseño de vestuario: Mary Zophres. Diseño de producción: David Wasco. Intérpretes: Ryan Gosling, Emma Stone, John Legend, Rosemarie De Witt, J.K. Simmons, Finn Wittrock, Sonoya Mizuno, Jessica Rothe, Jason Fuchs, Callie Hernandez, Trevor Lissauer, Phillip E. Walker, Hemky Madera, Kaye L. Morris. Presentación oficial: Festival de cine de Venecia, 2016. PÓSTER OFICIAL.



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