Siluetas y contornos: intersticios vitales
Crítica ★★★★ de Amante por un día (L'amant d'un jour, Philippe Garrel, 2017).
Francia. 2017. Título original: L'amant d'un jour. Director: Philippe Garrel. Interpretes: Éric Caravaca, Esther Garrel, Louise Chevillotte, Paul Toucang, Félix Kysyl, Michel Charrel, Nicolas Bridet, Marie Sergeant, Justine Bachelet. Guion: Jean Claude Carriere, Caroline Deruas-Garrel, Philippe Garrel, Arlette Langmann. Productores: Saïd Ben Saïd, Rémi Burah, Kevin Chneiweiss, Michel Merkt, Olivier Pérez. Productoras: SBS Films, Arte France Cinéma, Arte France, CNC. Fotografía: Renato Berta. Música: Jean- Louis Aubert. Montaje: François Gédigier. Diseño de producción: Emmanuel de Chauvigny. Diseño de vestuario: Justine Pearce.
Debemos decir desde el principio del texto que buscar respuestas en el cine de la Nouvelle Vague sigue siendo todavía hoy una quimera, o incluso un tanto absurdo, debido a varias razones. Primero porque, como tal, el tiempo, y sobre todo la perspectiva, nos han dejado por el camino cantidad de cineastas y estilos que a base de querer aglutinarlos en un solo colectivo han generado en múltiples bifurcaciones y millones de gestos diferentes. Cada visión obedece a una u otra fantasía, a una experiencia concreta, o a una madre o a un padre distinto. Cada autor existe por medio de proyectar sus propios Yo en la pantalla. El compromiso emerge de igual manera pero fenece diametralmente opuesto en cada imagen. Segundo, por cómo el presente cuestiona la complejidad de unas teorías cinematográficas que iban a marcar a fuego el futuro de un cine y que sin embargo filmadas en el ardor de la revolución pronto dejaron atrás su tiempo, viéndolas ahora como reflejos de un espacio áspero y hasta impracticable. Tercero, y así podríamos estar varios párrafos más, porque digamos que la libertad que atesoran los planteamientos y obsesiones de aquellas generaciones de cineastas han caído en algún que otro momento presas de una inusitada melancolía. Sin formula propia, sin reglas ni manifiesto el tiempo deja profundas marcas en el cine de la Nouvelle Vague, puesto que al retroceder a sus orígenes nos damos de cara con el abismo de una historia sin cuerpo, y cuya retorica ha dejado si cabe más preguntas que respuestas.
La película que nos ocupa, Amante por un día (L´amant d´un jour, 2017), último filme del veteranísimo Philippe Garrel, prolonga con nuevos matices esa gigantesca línea temporal para rimar lo viejo con lo nuevo y volver a suscitar preguntas que seguramente al final de este pequeño análisis seguirán sin ser del todo respondidas. Fue Gilles Deleuze quien concibió el cine de Garrel como el fundador de un cine de cuerpos. Esto nos hace pensar en un cine somático, o del intento de plasmar lo corpóreo en la pantalla, pero a medida que hemos ido descubriendo la esencia o escritura del cine de Garrel hemos ido cuestionando esa idea y albergando dudas acerca de la visibilidad del cuerpo en la obra del director francés. Cosa quizás ilusoria pero que denota una mirada ambigua ante la evidencia del cuerpo como motor de su obra. En La Jalousie (2013), el personaje de Louis (Louis Garrel) reniega del atractivo del cuerpo en una mujer, dice algo así como “El cuerpo no importa, es raro pero no es importante, ¿lo son los ojos?, tampoco, lo importante es el contorno facial, las mejillas, los bordes de una cara”. Esas palabras dichas en una conversación a tres, denotan una brillante ejecución del corpus garreliano. La fábula del cine de Garrel remite a esos contornos improvisando unas criaturas que dejan su fisicidad para ser alusiones y esbozos suspendidos en el aire. Es su cine un éter de contornos más que de cuerpos. Si nos remontamos a Godard podríamos resumir su voluntad en la frase que dice Jean Paul Belmondo en Pierrot el loco: “no se trata de pintar las cosas definidas, sino lo que hay entre las cosas”. Ambas referencias confirman de una forma particular las imágenes de una poética que elude el contacto físico, la del cuerpo tangible, hacia la introyección de un mundo de siluetas, de tinieblas y profundo existencialismo.
«Siempre hay algún motivo visual por el cual Garrel explora la posición clásica de la mujer en el acto de amor con sus amantes, en donde aproxima las tomas al rostro de ella jadeante, con los ojos cerrados, recogiendo el orgasmo del instante preciso, para seguidamente ocultar la continuidad del amor, bien enmascarándolo tras una puerta, o cortando el plano repentino para albergar el sosiego natural del después».
La interacción digamos entre los diversos Yo de sus películas doblegan la presencia de elementos atemporales en su imaginario, ya que en muchas de sus obras filmarán el sexo, por tanto, el contacto físico entre dos cuerpos, en elipsis o fueras de campo, o yendo más lejos, por medio de decisiones francamente abstractas o volátiles que no solo discuten las palabras de Deleuze sino que habitan ficciones de misterio y vacío. Por ejemplo, volviendo otra vez a La Jalousie tenemos el personaje de Claudia (Anna Mouglalis), una mujer liberal que tiene sexo con otros hombres a pesar de mantener una relación con Louis. En una escena, ella se encuentra con un chico en un bar, y lo único que le pide es que no le pregunte su nombre; omitiendo su identidad omite también su cuerpo. Ambos salen juntos del bar y se adentran progresivamente en la oscuridad del plano, alejándose calle abajo hasta desaparecer en la espesura del formato. La siguiente toma filmará a Claudia saliendo del apartamento del chico, en el que Garrel omite la consumación del sexo, e igualmente la veremos perderse en el encuadre hasta desaparecer por completo desintegrándose en el plano como una figura casi espectral. Claudia es la figura que abandona su cuerpo para convertirse en una mera silueta. Esto conduce a la hipotética idea de que el cine de Garrel es un cine precoital o poscoitoital puesto que nunca veremos en esta y otras de sus películas el contacto reiterativo de los cuerpos al follar, intuimos en esta vaga teoría una disolución clara de la carne. La génesis de un cuerpo desconocido por el cual según Deleuze llegaríamos a entender ese gestus garreliano que todavía no es acción sino relato de ausencia. Precisamente en Amante por un día la cámara ejemplifica la sexualidad de Ariane (Louise Chevilotte), filmándola casi en idénticos planos manteniendo relaciones sexuales con tres hombres distintos. Siempre hay algún motivo visual por el cual Garrel explora la posición clásica de la mujer en el acto de amor con sus amantes, en donde aproxima las tomas al rostro de ella jadeante, con los ojos cerrados, recogiendo el orgasmo del instante preciso, para seguidamente ocultar la continuidad del amor, bien enmascarándolo tras una puerta, o cortando el plano repentino para albergar el sosiego natural del después –las hermosas miradas entre Ariane y Gilles (Éric Caravaca) mientras ella vuelve a colocarse la ropa interior, o cuando yace junto a un amante más joven en la cama y sentimos el destello hermoso de dos esculturas griegas–. El autor ubica el amor de manera tanto imprecisa para separarse conscientemente del instrumento del cuerpo. Será común en la filmografía de Garrel buscar referencias a la mujer a partir de las que encuadrar un discurso, por qué no, mitológico. En la extraordinaria La vent de la nuit (1999), el gastado e hierático Serge (Daniel Duval) piensa: “Nunca he follado, no hablo de eso, para mí las mujeres son sagradas, lo que queda cuando ya no hay nada”. El texto acaricia una idea vaga de la divinidad y el poder que las mujeres ejercen sobre los hombres, aunque no deja de ser un ideal o un mito engendrado en el patriarcado. El personaje de Helene (Catherine Deneuve) convierte en activo los elementos pasivos de un romántico suicida con pasado revolucionario.
«La profunda independencia que sienten sus espacios sirven de médium para que los personajes no queden atrapados en una geografía puntual, o en una época concreta. Las arquitecturas garrelianas desarticulan la cruel esclavitud del entorno, derivando de ellos mundos adyacentes y desdoblándose como autor en todos y en cada uno de sus rincones».
El crítico Adrián Martín escribía para la revista digital La fuga una serie de cuestiones relativas a la poética de Garrel que nos sirven de guía para analizar o mirar ese mundo garreliano acotado por espacios de tiempo en presente continuo que acaban en futuros imperfectos. Para Martín “los films de Garrel tienen apariencia característicamente austera, seria, minimalista”. Esto se debe a las paredes, las puertas y a las calles que forman un imaginario arquitectónico perfectamente enmarcado en sí mismo”. Y es cierto, a la vida de Garrel, y a la de sus relatos les faltan objetos redundantes, sus paredes vacías, sin cuadros o sin decoración de un blanco puro sirven de lienzo a los diálogos de los actores, o de sábana blanca, refracción del cine y del arte envueltos en una ficción transparente. Las escaleras son también importantísimas en sus películas. Así empieza La vent la nuit subiendo Helene por las escaleras del apartamento en donde vive su joven amante, y así como no podría ser de otra manera, arranca Amante por un día. El ligero picado de unas escaleras en donde varios alumnos de la universidad aguardan sentados mientras fijamos la mirada en Ariane apartándose del tumulto y de la gente para encontrarse a hurtadillas con Gilles (su profesor) en el cuarto de baño. Todo parece adolecer de un mismo sentido, o de una misma dirección. Los mundos de Garrel se interconectan unos con otros como pasadizos mágicos dominados por fuerzas extemporáneas. Las imágenes producen un cine al margen del tiempo. La profunda independencia que sienten sus espacios sirven de médium para que los personajes no queden atrapados en una geografía puntual, o en una época concreta. Las arquitecturas garrelianas desarticulan la cruel esclavitud del entorno, derivando de ellos mundos adyacentes y desdoblándose como autor en todos y en cada uno de sus rincones. En lo subjetivo el cineasta francés se aparece y desdobla alrededor de sus personajes de ficción. El cine y la muerte como caras de una misma moneda, o los errores del pasado y su coqueteo con las drogas y la relación que este mantuvo con Nico, cantante de la Velvet Underground, sucumben ingenuamente en sus relatos e historias. Filma una realidad paralela como puente de miedos y temores pero no consigue salir de ella. En el germen de Salvaje inocencia (Sauvage Innocence, 2001), la droga y el cine son la misma cosa. François Mauge (Mehdi Belhaj Kacem), el joven director del filme, intenta honrar la memoria de su novia muerta por sobredosis, quiere hallar respuesta en el artefacto del cine, arrojar una crítica diferente sobre las drogas, y sin darse cuenta lejos de evadir el dolor lo reproducirá nuevamente. Garrel proyecta sus Yo sin desprenderse totalmente del halo literario que los acompañan.
«La visión de Garrel es la visión de dos planetas orbitando en la galaxia, como si viera el ciclo de todas las mujeres del mundo pasar, desde la antigüedad clásica hasta nuestra contemporaneidad».
Amante por un día forma un bello tríptico con sus dos cintas anteriores, La jalousie y L´ombre des femmes, rodadas en precioso blanco y negro y alternando el digital con el formato 35mm. Trilogía de ausencias, infidelidades, goces y tormentos. Son tres películas pequeñas si tenemos en cuenta sus escasos metrajes y su radiante sencillez y ligereza. Su último filme, en la blancura del pequeño relato, rocía de dulce fragancia a sus dos personajes femeninos confrontándolas en un universo de desilusiones y de fracasos sentimentales. Destacaríamos dos escenas por la bellísima conceptualidad y arquitectura que de ellas emanan, así mismo alcanzan su esplendor en una meditación pausada, aplicada a la construcción de un discurso sensiblemente melancólico. Una de ellas ocurre en la cocina de Gilles. Jeanne (Esther Garrel), ha roto con su pareja, con lo que no tiene más remedio que volver a la casa de su padre, allí Gilles un maduro profesor de universidad convive con una mujer mucho más joven, de la misma edad que Jeanne. El primer encuentro dado por ambas mujeres adopta una expresión en la puesta en escena turgentemente luminosa. Ariane le prepara el té a Jeanne y su rostro se acerca pausadamente a la cámara, deslizándose suave por la mirada del espectador que al otro lado contempla el primerísimo primer plano de la mujer. Sus pestañas rozan con el objetivo, sus pecas se hacen nuestras, se evapora en una superficie llena de ánimos etéreos. Casi no habrá corporeidad en ese rostro cercano, puesto que lo que nos cuenta, lo que vemos, rompen las medidas físicas de una simple cara. Jeanne llora, sigue llorando, y sus lágrimas vierten dolor en el té, pero la luchadora tristeza de Ariane la animan: “Te vas a recuperar, siempre lo hacemos”. Al principio Jeanne es reacia a las palabras de apoyo pero pronto claudica ante la excelsa magnitud humedecida en los sinceros ojos de la amante de su padre. Aquí la visión de Garrel es la visión de dos planetas orbitando en la galaxia, como si viera el ciclo de todas las mujeres del mundo pasar, desde la antigüedad clásica hasta nuestra contemporaneidad. Luego más tarde asistimos a la secuencia del baile, otra celebración perfecta de su unión. Las parejas bailan agarradas pero apenas se rozan. Los cuerpos que no son cuerpos flotan al son de la música. El cine hace visibles las siluetas de jóvenes bailando a un ritmo espeso, de un tiempo que llegamos a sentir muy dentro de nosotros. Es ahí donde el mundo real se transforma en un mundo de ensueño, revelado por la energía invisible de la forma cinematográfica. Metáfora visual que nos lleva irremediablemente al pensamiento de Godard y de Pierrot el loco: lo que importa no son los espacios definidos sino lo que hay entre las cosas. El filme y Garrel le dedica algunas razones al pasado (esas cosas perdidas de la Nouvelle Vague), a toda esa historia que surge mucho antes del nacimiento real de sus personajes ficticios, pero en la conclusión única que podemos obtener como respuesta están sus recuerdos, batallas personales y maremágnum de imágenes que nos asaltan mirando fuera de cualquier cuerpo. | ★★★★ |
David Tejero Nogales
© Revista EAM / Badajoz
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