El imposible localismo universal
Crítica ★★★ de Sami Blood (Amarna Kernell, 2016).
Noruega, Dinamarca y Suecia. 2016. Dirección: Amanda Kernell. Guion: Amanda Kernell. Productoras: Bautafilm, Det Danske FilmInstitut, Digiplot. Productores: Rene Ezra y Jim S. Hansen. Música: Kristian Eidnes Andersen. Fotografía: Sophia Olsson. Montaje:Anders Skov. Diseño de Producción: Olle Remaeus. Vestuario: Sara Svonni y Viktoria Mattila. Intérpretes: Lene Cecilia Sparrok, Mia Erika Sparrok, Maj-Doris Rimpi, Julius Fleischanderl, Olle Sarri, Hanna Alström, Malin Crépin, Andreas Kundler. Ylva Gustafsson.
En sus mejores momentos, Sami Blood puede ser leída como una nota a pie de página especialmente notable a propósito de esa compleja relación entre los cuerpos y el encuadre cinematográfico que aparece cada cierto tiempo en la teoría cinematográfica. Así, Amanda Kernell acepta un doble reto: realizar una ficcionalización más o menos sólida de los recuerdos de su abuela (una primera naturaleza de la cinta, digamos, confesional e historiográfica), y plantear a la vez los mecanismos de exclusión sufridos por las minorías laponas a manos de la población sueca (una segunda naturaleza arqueológica y biopolítica). Y, en esta dirección, el mayor logro de la cinta es la manera en la que esas dos escrituras (la biográfica y la biopolítica) se concretan en un recurso audiovisual específico: las relaciones entre el marco visual y el cuerpo de Elle Marja (Lene Cecilia Sparrok). La actriz se presenta a partir de su fisicidad extraña a la sociedad sueca: morena, baja, muy lejos de los estilizados cánones que la directora coloca en oposición a su figura. Los actos del amor –abrazar, besar-, o los actos del odio –golpear, ser mutilada- muestran el desencaje de los cuerpos gracias al uso sistemático y riguroso de los planos cerrados, de las escalas cercanas, de la proximidad o del movimiento. Hay una primera violencia que emerge en el gesto mismo de mostrar cómo el mundo (esto es, los escenarios) no se pliega a la capacidad de movimiento de la protagonista. En paralelo, ese mismo cuerpo será arrojado al impresionante paraje rural del norte del país, cortocircuitando la belleza de los paisajes (una belleza retratada sin pizca de ironía, casi como una postal nórdica) con la introducción en el encuadre de ese pequeño cuerpo femenino que los atraviesa. Demasiada montaña, demasiada ciudad, demasiado poco cuerpo.
En este punto comienzan, a la vez, los problemas de la cinta. Este logro estrictamente formal es aplastado por la manera en la que la película quiere contar una suerte de epopeya plagada de lugares comunes. La seriedad del discurso va permeando de manera implacable cualquier juntura o desgarro narrativo que pudiera conducir a una solución que no estuviera previamente dada por la naturaleza del personaje. Dicho con mayor claridad: por mucho que la película se muestre como una especie de flashback de una anciana frente a la tumba de su hermana, los primeros diez minutos de esa “infancia rememorada” ya establecen un patrón absolutamente predecible del que la película no se atreverá a despegarse en ningún momento. Con poco que el espectador conozca las normas de las estructuras de las novelas de aprendizaje, los noventa minutos restantes se desplegarán más bien como una lista de tópicos manidos en el género, transitados además con un deje mecánico: el descubrimiento de la poesía y el placer por la lectura, la llegada de un amor utópico e imposible con un dicharachero pero remotamente comprensivo muchachote sueco, la humillación delante de alta burguesía urbana y, finalmente, el inevitable retorno a la tierra natal para ser rechazada por sus iguales. Allí donde la película realmente podía haber resultado algo más fructífera –en la creación de un personaje totalmente excluido, totalmente ajeno a cualquier marco de significación social, con la certeza de su propia mascarada y la certeza de haberlo perdido todo- es precisamente donde se detiene y da por concluido el trayecto vital de la protagonista. O casi. En un gesto narrativo que escapa con claridad a los mecanismos causales del relato y que resulta difícilmente comprensible, la anciana decide regresar, sin otro motivo que su propio recuerdo, al pueblo original del que huyó a golpe de enculturación. Las imágenes son ambiguas, si bien la pátina casi épica con la que Kernell acomete la ascensión final por la montaña parecen apuntar a una suerte de celebración de las raíces, del orgullo étnico, de la lengua y la identidad perdidas. El mensaje se desencaja, si bien esa especie de epifanía rural por la montaña sueca parece una mala copia del clímax que apuntalaba Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera (Bom yeoreum gaeul gyeoul geurigo bom, Kim Ki-Duk, 2003) que aquí resulta algo sonrojante.
«Kernell construye un poderoso discurso sobre la mirada y las relaciones entre ciencia y deseo interponiendo velos y espionajes, fotografías y apuntes, gestos de angustia y de desinterés. El cuerpo de Lene Cecilia Sparrok es escrutado, medido, agredido, codiciado, pero nunca valorado en su estricta fisicidad ni en su valor como subjetividad deseante».
No obstante, y como apuntábamos al principio de la crítica, los elementos más vinculados con la composición de plano y los pequeños detalles ambientales de las mejores escenas ofrecen pequeños chispazos de interés, modestas apuestas creativas, gestos bien intencionados que levantan, aunque sea parcialmente, el interés por la película. Por poner un par de ejemplos opuestos, Kernell realiza una vibrante reflexión sobre la mostración del cuerpo femenino en la sesión fotográfica en el centro educativo lapón. Una cuadrilla de pseudocientíficos suecos en busca de evidencias de la teoría racial desemboca entre los estudiantes lapones para recabar mediciones e indicios muy del gusto de la época. Más allá de la medida de los cráneos, del color de la piel o el pelo, surge la problemática de la desnudez y de su captación fotográfica, de la existencia de una mirada que recubre un oscuro goce bajo una intención que se presume únicamente legalista, científica, objetivante –todo sea dicho: una experiencia muy cercana a la realidad legislativa de nuestra piel de toro en los últimos meses. En esta secuencia, Kernell construye un poderoso discurso sobre la mirada y las relaciones entre ciencia y deseo interponiendo velos y espionajes, fotografías y apuntes, gestos de angustia y de desinterés. El cuerpo de Lene Cecilia Sparrok es escrutado, medido, agredido, codiciado, pero nunca valorado en su estricta fisicidad ni en su valor como subjetividad deseante. Allí donde se recubre la mirada bajo el manto de lo objetivable –apunta Kernell, dando en el centro de la diana-, no hay espacio ni para el deseo ni para la palabra, y por lo tanto, la dignidad queda brutalmente exiliada. Con el no-cuerpo que sobra se puede hacer ya cualquier cosa: violarlo, golpearlo, humillarlo o convertirlo en un loro de repetición de himnos y dogmas, tanto da.
El programa ideológico de Sami Blood (su voluntad de visibilizar, dotar de carne e imágenes a uno de los incontables horrores raciales del siglo XX) parece servir como un analgésico ante los lugares comunes que puntean su narrativa.
En el otro extremo de la película, la llegada de la protagonista a Uppsala, situada como midpoint exacto de la estructura de la cinta, es un fabuloso despliegue de exteriores, detalles y exuberancias donde se intuye lo mejor del estilo de la directora. También en esos primeros interiores de las casas altoburguesas del XX. Los movimientos circulares de la cámara y el uso de grandes angulares desvelan poderosamente una nostálgica y elegante visión arquitectónica de la Uppsala antigua, esa que tanto hemos soñado en los límites de las memorias de Bergman y que aquí llega, reconvertida y reinterpretada bajo el gesto del descubrimiento de la protagonista. Quizá sea el único momento en el que realmente podemos filtrarnos en la piel de Elle Marja, en su manera de explorar los espacios, su respiración, el tacto de sus manos al acariciar las teclas de un piano o la incredulidad ante el diseño de una tetera. Después, lamentablemente, la “peripecia dramática” se impone y los detalles se desvanecen. En cierta medida, el programa ideológico de Sami Blood (su voluntad de visibilizar, dotar de carne e imágenes a uno de los incontables horrores raciales del siglo XX) parece servir como un analgésico ante los lugares comunes que puntean su narrativa. Ahora bien, quizá la clave para entender qué es lo que falla sería dar la vuelta al enunciado. Si a esta película le quitásemos los detalles “localistas” (los trajes, los cantos, el idioma…) funcionaría como un significante vacío para cualquier otro colectivo situado en los márgenes de las grandes potencias occidentales. Y esto, en el cine que cierra la segunda década del siglo XXI, tiene dos lecturas posibles: o es interpretado como un fracaso, o como un sinónimo de la “universalidad del trauma”. Dejamos, en manos del amable lector, que escoja la opción que más le plazca. | ★★★★ |
Aarón Rodríguez Serrano
© Revista EAM / Madrid
Sami Blood es una película inédita en España que ha estrenado el Atlántida Film Fest.
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