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ISSN: 2386-6373

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    Crítica: Song to song

    Down by Earth

    Crítica ★★★★ de Song to Song (Terrence Malick, Estados Unidos, 2017).

    Estados Unidos, 2017. Título original: Song to Song. Director: Terrence Malick. Guion: Terrence Malick. Duración: 129 minutos. Fotografía: Emmanuel Lubezki. Música: Varios Artistas. Productora: FilmNation Entertainment / Buckeye Pictures. Edición: Rehman Nizar Ali, Hank Corwin y Keith Fraase. Diseño de vestuario: Jacqueline West. Diseño de producción: Jack Fisk. Intérpretes: Michael Fassbender, Ryan Gosling, Rooney Mara, Natalie Portman, Cate Blanchett, Christian Bale, Haley Bennett, Val Kilmer, Benicio Del Toro, Boyd Holbrook, Trevante Rhodes, Clifton Collins Jr., Angela Bettis, Bérénice Marlohe, Florence Welch, Holly Hunter, Iggy Pop, Flea, Lykke Li, Patti Smith, Austin Amelio. Presentación oficial: Festival de cine South by Southwest, 2017.

    Walther von der Vogelweide, en uno de sus largos Tagelied, se recreaba mostrando una visión idealizada del amor, un amor puro y reconfortante que se desvanecía con la llegada del día. El minnesänger austríaco pretendió que ese momento, en el que se rompe la magia romántica, fuera asignado a la parte onírica de su composición, para redimir, ya en la última estrofa, el sentimiento de pérdida en favor de un desenlace optimista. Samuel Beckett retomaría la idea del poeta medieval en su “Da Tagte Es” y, en sólo cuatro versos, daría la vuelta al sentido de su mensaje, optando por subrayar la parte del desencanto, la conmoción dolorosa que suponía tener la noción, por unos segundos, de haberlo perdido todo, de ver cómo la esencia de nuestra vida se evapora con la llegada de un día inmisericorde. Eso es precisamente lo que hace Terrence Malick en su nueva película, Song to Song, en la que aísla una parte decepcionante y onírica de una obra escrita mucho más extensa: la propia vida, y se recrea en la percepción introspectiva y en la asimilación de ese dolor. Los personajes construidos por el director estadounidense se debaten en una lucha constante entre el sufrimiento interior y el fingimiento exterior. Habitan en ese mundo de devaneos que construye y da sentido a lo que conocemos como la experiencia ontológica. En líneas generales, el cine ontológico no presta tanta atención a las acciones e interacciones de los protagonistas como a su estado de ánimo o a su capacidad de canalizar el torrente de sentimientos cruzados que desestabilizan su existencia. Malick trata de conectar al espectador con su ficción por medio de la conmoción; hacer que surjan en él las reacciones de asombro, rechazo, afinidad o exasperación que los personajes son incapaces de evidenciar. Para ello, el filme planteará una serie de preguntas inconclusas cuya intención nunca será ilustrarnos respecto a una fórmula exacta que nos capacite para afrontar la vida con éxito y felicidad, sino hacernos meditar al respecto de ciertas acciones sobre las que, por norma general, no nos detenemos a reflexionar.

    Así, del mismo modo que podemos sostener la teoría propuesta por Julio Cabrera en, Cine: 100 años de filosofía, en la que se afirmaba que la inmensa mayoría de los filmes se basan en cuestiones ónticas —referidas a entes—: los estados de ánimo de personas desconocidas, motivados por cuestiones de reconocimiento social, amorosas o materiales; existen muy pocas películas que podamos clasificar dentro del término ontológico, donde esa preocupación presente en los personajes se manifiesta sin ningún motivo aparente y, en cierto sentido, por todo en general; son personas de una sensibilidad extraordinaria cuya vida se fundamenta en un desasosiego primordial a causa del cuestionamiento constante sobre las implicaciones de su ser con respecto al mundo en el que habita. El acercamiento idiosincrático que sigue Malick en su última película busca profundizar en esta visión existencial del personaje que habita en un plano ontológico construido sobre tres pilares concretos que suponen la base fundacional de su realidad: el éxito, el dinero y la felicidad inalcanzable. Podemos atender a esta relación desde cuatro perspectivas diferentes, correspondientes a los cuatro protagonistas sobre los que se construye el argumento y que, de algún modo, trazarán una línea de actuación gravitacional en torno a Faye, el personaje interpretado por Rooney Mara. Malick retoma —parcialmente— la innominación como forma de acentuación de los sentimientos. Pese a que los protagonistas sí se presentan con un nombre propio, éste funciona como simple recurso anecdótico, ya que no se utiliza como forma de interactuación, sino como mero etiquetado introductorio. El individuo no es tan importante como el conjunto que representa, los personajes son simples estandartes de una idea, por ello se mezclan actores interpretando a personajes ficticios, actores que dan vida a actores indeterminados o músicos interpretándose a sí mismos —o a una versión esencializada de sí mismos—.

    «Terrence Malick no asombra por la originalidad de su estilo, de hecho, muchos lo tacharán de reiterativo y monótono, pero consigue como nadie evidenciar la equiparación absoluta de todos los seres humanos a través de la razón logopática; cualquier distinción social, económica o cultural que pueda existir en el mundo moderno es desacreditada mediante la exploración introspectiva del individuo, siempre expuesto a una lógica emocional de la que es incapaz de escapar».


    Song to Song abre, como es habitual en el realizador, con una voz en off, la de Faye, cuyo flujo de conciencia será aprovechado por Malick como herramienta para presentar las cuestiones primordiales del filme. Es una narración que destaca por su sonoridad y cadencia más que por su relevancia argumental, los hechos que nos cuenta —incapacidad de aferrarse a un sentimiento genuino; “hacía tiempo que todos los besos tenían la mitad de la intensidad que deberían”— no parecen tan interesantes como el estado afectivo de la protagonista. Sin embargo, lo que sí parece ser de especial relevancia para entender ese abatimiento vital es el entorno: Texas emerge como un espacio de irreductible incertidumbre dramática, donde el polvoriento escenario desértico es sacudido por los amplificadores de bandas como Red Hot Chili Peppers o Florence and the Machine, por las excentricidades kierkegaardianas de Iggy Pop, o por los emotivos consejos de Patty Smith acerca del amor, lo efímero, la separación y la muerte. Pronto nos damos cuenta de que Faye es un elemento externo o, al menos, neófito en este ambiente de glamurosa decadencia, por lo que compone un informador poco fiable de los acontecimientos, ya que su capacidad perceptiva es incapaz de asimilar el entramado sociopolítico sin dulcificar —al menos en un primer momento—, la escena de decrepitud que sí entenderemos cuando la conducción de la historia pase a manos de Cook. La voz en off fluctúa de personaje en personaje, presenta una variada polifonía de voces que consisten en fragmentos de pensamientos, oraciones inconclusas, gritos de auxilio ahogados por el miedo a la soledad o terribles verdades que morirán enterradas en el interior de un cuerpo desengañado. Gracias a Cook entenderemos de forma nítida las formas de relación del personaje frente al objeto. La apatía es la clave definitoria del capitalismo extremo, donde el objeto, por su fácil adquisición, por la innecesaria lucha que su obtención representa o el inexistente esfuerzo para su consecución, deja de tener valor para su poseedor, que lo mira con desprecio agónico, incapaz de sentirse nunca satisfecho. Esto hace del humano el verdadero objeto de deseo, el amor, el terror, la felicidad. Eso es lo que los personajes ansían y mueren por conseguir, aquello que les resulta imposible de obtener con dinero. El mundo de Cook es un entorno fastuoso lleno de lujo y depravación en el que sólo él puede sobrevivir; las personas que, seducidas por su charlatanería y la opulencia de su fachada, intenten penetrar, terminarán por manifestar una incompatibilidad o rechazo que derivará en consecuencias desagradables.

    «Terrence Malick no asombra por la originalidad de su estilo, de hecho, muchos lo tacharán de reiterativo y monótono, pero consigue como nadie evidenciar la equiparación absoluta de todos los seres humanos a través de la razón logopática; cualquier distinción social, económica o cultural que pueda existir en el mundo moderno es desacreditada mediante la exploración introspectiva del individuo, siempre expuesto a una lógica emocional de la que es incapaz de escapar».


    Malick vuelve a renunciar a la estructuración clásica del relato, la narración oscila entre diferentes situaciones de cotidianeidad, saltando con una cámara inquieta “entre canción y canción” para penetrar en las pretensiones de sus protagonistas, siempre enfocados mediante planos abigarrados e inestables que juegan con la luz natural para iluminar la escena en función de la vitalidad del personaje que aparezca en pantalla, la luz se hace visible como un elemento protagónico más, cobra sentido por sí misma, como en un cuadro de Rembrandt, acentuando los momentos de excitación, depresión, desagrado o incomprensión. Aquí es donde entra en juego Rhonda, la última protagonista en unirse a la historia, y la más susceptible a la incompatibilidad espacial. El discurso que proporciona Natalie Portman tiende a la introspección y a la autocomprensión mediante el cuestionamiento de su posición discordante. El director juega entonces, aprovechando la poética cadencia de su trazo fílmico, a despojar la palabra de intenciones totalizantes. El pensamiento, la acción y la enunciación del mensaje siguen caminos dispares, como se puede apreciar en la escena de la boda entre Cook y Rhonda. Esta deconstrucción del logocentrismo es una metafórica visión del amor y el acto erótico, que aparece en pantalla como el único instante de conexión sincera entre personajes. Es en las escenas sexuales donde el director transgrede los límites del propio cuerpo, consigue acallar la voz interior de sus protagonistas, el silencio se torna poesía adquiriendo una gravedad comunicativa tan importante como la propia palabra, de ahí el laconismo de BV durante casi todo el metraje, a excepción de las secuencias de confrontación romántica; cuando se rompe la armonía y surge la traición, su mente tiende a la inseguridad y el desequilibrio. Será gracias a la pericia del director de fotografía, el mexicano Emmanuel Lubezki, que Malick consiga hacer de la naturaleza —auténtica musa del director— el verdadero foco de atención del relato. El contraste de los animales, de la vida salvaje, con la arquitectura posmoderna y las formas excesivamente geométricas de los edificios y el interior de las mansiones adquiere una relevancia sublime al presentarse como la alegoría de la profanación del paraíso. El tránsito humano que contamina en su destructivo avance el único espacio de tranquilidad y relajación disponible; un santuario de pureza natural destruido por la vanidad y el egocentrismo. Es la totalización industrial mostrada con una finalidad sorprendente, buscando siempre la admiración del espectador y no el rechazo taxativo. Terrence Malick no asombra por la originalidad de su estilo, de hecho, muchos lo tacharán de reiterativo y monótono, pero consigue como nadie evidenciar la equiparación absoluta de todos los seres humanos a través de la razón logopática; cualquier distinción social, económica o cultural que pueda existir en el mundo moderno es desacreditada mediante la exploración introspectiva del individuo, siempre expuesto a una lógica emocional de la que es incapaz de escapar.

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